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Diario de Barrios

La Viña, el barrio de vocación popular

En cualquiera de los patios de vecinos de La Palma o en el propio suyo de San Nicolás, calle que ahora lleva por nombre a las artistas La Petróleo y La Salvaora, se hacía un hueco mi madre, muy niña, para escuchar la agrupación que aquel año había escrito Paco Alba. Ella recuerda especialmente dos: ‘Corrusquillo gaditano’ y ‘Los Julianes’. Y aquella letra: “Aquí se puso el Non Plus Ultra, que traducido resulta después de Cádiz ¡ni hablar!”. Porque allí, en los patios de vecinos del barrio o en las entrañas de sus lavaderos, se desarrolló siempre la vida -en el sentido más amplio de la palabra- del barrio más reconocido de toda la ciudad.

Jugaban a los cromos, cantaban villancicos o Carnaval, tomaban el fresco, charlaban y, cuando apretaba el pellizco en el estómago, hasta se colaban en la cochera que había junto a la Iglesia de La Palma y robaban las algarrobas de los caballos que templaban las ansias y disimulaban la miseria.

Porque La Viña nació cuando no quedó más remedio. Quedaba lejos del puerto. Por eso, los cargadores a Indias y la burguesía excluyeron aquella zona para establecerse. En lugar de las fincas señoriales y las casas palacios de la época esplendorosa, por su terreno se extendía el cultivo de la vid. De allí viene su nombre. De su origen. De lo que fue. Hasta que allá por el siglo XVIII, el crecimiento demográfico hizo que se establecieran las clases populares. Gente humilde. Gente sencilla. Que hizo de lo colectivo y la comunidad la forma de estar en el mundo.

La Viña ha sobrevivido a la pobreza, a la infravivienda (que aún sigue), a la droga y hasta un maremoto. El de Lisboa. Que se coló sin avisar una mañana de noviembre de 1755 y fue tanta la violencia del Atlántico que sus aguas llegaron hasta Sagasta. Los primeros en perder la vida fueron nueve marineros.

Marineros y La Viña. Dos palabras que van unidas. Dos identidades que se entrecruzan. Un origen popular que ni quiere ni nunca dejó de serlo. El pescado fresco. Y una conclusión a la que llegan siempre mi madre y sus hermanas cuando se ponen a charlar y llegan los recuerdos: “La de hambre que nos ha quitado a nosotras las caballas”.

La Viña. Las caballas. Los mostradores. El olor de La Caleta. Las cuentas a final de mes. Sus mujeres. Mujeres de acero. La lucha constante por mantener un barrio. La pelea desde una salida feminista y matriarcal. La Viña. Sus mujeres. La Tolerancia. La diversidad y la inclusión: “A mí siempre me han querido mucho. Anda que no he estado yo bien siempre en mi barrio”, dice La Tete o La Petróleo o como quieran decirle que ella responde, que ella grita, charla y comparte memorias en su calle de La Palma.

La Viña. El inconformismo innegociable, la pelea inexorable. Mis admirables Conchi, Chari, Maripaz o María José. Que se dejan la piel por las familias en exclusión, pero también por la recuperación de Valcárcel, que debe ser ya universitaria. Mujeres que afrontan con inclusión el sinhoragrismo, pero también critican la turistificación de un barrio. Mujeres que pelean por una sociedad más bonita “y feminista”, repiten constantemente.

Y se han hecho cosas: Una ordenanza para frenar unos apartamentos turísticos que estaban arrasando con los patios de vecinos, viviendas en la calle Cruz, el Plan Bajemos a la Calle para romper el aislamiento social de los mayores, las zonas de estacionamiento regulado o una demanda histórica como eran las mejoras en la red de saneamiento para evitar las inundaciones.

Pero quedan, como el estanque de tormentas que iría en una renovada plaza que lleva el nombre de Manolo Santander. Un espacio, que junto a la apertura de Santa Teresa por la tarde, se convertirá en lugares para la infancia. Y Valcárcel, sobre todo Valcárcel, que se entrelaza con su barrio en los orígenes del tiempo y sueña con ser universitaria.

Promesas que llegarán. Palabras que cumplirá para mejorar un barrio que, aunque vengan maremotos de especulación o del Atlántico, nunca dejará de ser La Viña de la Cuqui y sus cinco hermanas, de la Conchi y sus mujeres, de mi vecina Pepa, Anabel Rivera, La Petróleo, Tamara, las Villar, Leo y tantas otras -históricas o anónimas- que conformaron, construyen y dan sentido y alma al rincón más gaditano del mundo. 

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