El barrio rebelde de San José
4 de mayo de 2023
Cuenta el historiador Santiago Moreno que apenas un par de semanas después del Golpe de Estado aparecieron dos cuerpos sin vida, con signos de violencia, tendidos sobre los adoquines de la que actualmente es la Plaza de las Viudas. Un conocido que pasaba en aquel momento por allí no tardó en reconocerlos: eran los cadáveres de Crespillo y Warletta, vecinos de San José, represaliados y perseguidos por los golpistas. Componentes ambos, y algunos de sus hijos, de la reivindicativa murga del barrio de Extramuros. Una agrupación que en los meses posteriores fue perseguida, depurada y muchos de sus miembros acabaron asesinados.
Porque San José nunca fue un barrio sumiso. Que se lo cuenten al Cádiz de 1932 en aquel febrero de ‘El frailazo y sus tragabuches’. Porque San José siempre tuvo clara su trinchera. Que se lo pregunten al ejército franquista que cuando llevaron a cabo el levantamiento contra el régimen democrático en la ciudad, se enteraron que en las afueras, en aquella aldea hortelana y pescadora limítrofe al camposanto y la ermita con el mismo nombre que el barrio, resistía un grupúsculo principalmente de anarquistas que no estaban dispuestos a entregar su libertad.
Ese es San José. O esas, al menos, son sus raíces. Las raíces de un barrio que primero fue de trabajadores de la huerta. Luego, hombres de mar. Y en su última época acogió a los mejores mariscadores, que llegaron a ser considerados verdaderos artistas de las piedras. Barrio obrero. Currantes que en la última mitad del XX combinaban su empleo en el Cádiz industrial de los Astilleros, Tabacalera, el matadero y el muelle con los beneficios que podían arrancar del Atlántico: “siempre fuimos muy humildes”, recuerdan sus vecinas más longevas de aquellos patios de vecinos.
Un enclave que nació a finales del siglo XVIII, en torno a la iglesia y las huertas que lo rodeaban. Un enclave de casitas bajas, de un suelo de bolos centenarios, de un cementerio que cerró en el 92 y en el que aún se exhuma la fosa común de las cicatrices abiertas. Un enclave del viejo taller, del antiguo bar ‘El último suspiro’ (no es necesario explicar el nombre), o de la que fuera una de las carbonerías más conocidas de Cádiz.
San José, alzado sobre la necrópoli púnica. Y en su corazón, en sus entrañas, en lo más significativo de su alma, el patio de Los Chinchorros, entre las calles Marqués de Coprani y San Juan Bautista. Allí, en aquel patio que llegó a identificar a un barrio entero, convivían las familias sin pestillos en los portones, con las ollas de puchero en común, de niños descalzos de piel morena de sal y playa, con los lebrillos de zinc llenos de agua y dejados al sol para la hora caliente del baño. Y donde se grabó allá por 1967 la película ‘El Amor Brujo’.
Hoy, el barrio de Extramuros es un lugar mejor que hace ocho años, donde el pelotazo del ladrillo provocó que la estampa de la zona la protagonizara un enorme esqueleto de hormigón abandonado. Y rodeado de infravivienda, edificios vacíos, zonas sin urbanizar, un cementerio clausurado sin el más mínimo interés por el cumplimiento de la Memoria Democrática, espacios agresivos y barreras arquitectónicas.
Ahora, San José vive y sueña. En presente y en futuro. Espacios amables para la juventud a la salida del Instituto Drago, la recuperación para los propietarios -tras la intermediación municipal- del bloque de pisos que quedó a medio hacer, la urbanización de las calles, la creación de una plaza, la exhumación de las fosas comunes donde se está identificando a los vecinos que fueron represaliados, la construcción de hasta 23 viviendas públicas en Marqués de Coprani y uno de los proyectos más ambiciosos para el próximo mandato: el Bosque Urbano de la Memoria. Un pulmón verde frente al mar que genere espacios amables al tiempo que combata la emergencia climática. Todo eso sumado a la implantación de más arbolado, un carril bici y la regulación del aparcamiento. Y que, junto al comercio local de Extramuros, tan necesario, trabajador e identitario, convierten la zona en un enclave particular, propio y único.
Y lo bonito es que San José puede transformarse, pero nunca olvidar sus raíces: rebeldes y comunitarias. Porque San José es el barrio, el enclave, pero sobre todo su gente, las que fueron y las que son. Por eso, cuentan con cariño que cuando muchas de las familias se mudaron y se trasladaron a las construcciones nuevas de Cortadura, no hacía falta decir la procedencia para identificar a quienes venían de los Chinchorros. Porque esas madres, esas mujeres, nunca echaban el pestillo ni cerraban las puertas de su hogar. Entendía su casa como un espacio común.
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